Capítulo 1
La llegada
El pequeño televisor de mi hija, el ordenador portátil, la bicicleta estática, una foto de mi familia, una cama, el ventilador, unos cuantos libros… Poco a poco mi cubículo se iba llenando de lo necesario para vivir y no aburrirme durante todo mi aislamiento. No tenía ni idea de cuánto iba a durar aquello y eso me causaba una extraña sensación de intranquilidad, de vacío.
En principio debería estar contento. Acababa de salir del hospital. De una habitación blanca, fría y cruel, de la cual solamente podía escaparme un ratito por las noches, cuando mis vecinos de planta ya habían terminado sus paseos nocturnos y ya estaban acostados en sus habitaciones. Un recinto aislado del exterior, en el cual solamente podía recibir las visitas de mi familia, las enfermeras de turno y mi querida doctora. Pero mi mente todavía no estaba preparada para esta nueva situación: vivir unas semanas en aquel piso, donde pasé parte de mi niñez con mis padres y mi hermano, solo y sin más compañía que mis dudas, mis miedos y mis inseguridades.
Era como volver al pasado. Como abrir un cajón que lleva años sin abrirse y encontrarte de repente con un montón de fotos olvidadas. Esos odiosos azulejos marrones, esas puertas desgastadas y viejas, mi habitación, con sus persianas metálicas de color verde, el estucado blanco de las paredes, el cuarto de baño amarillo, la lámpara naranja con su forma de pera… y todo ello aderezado con ese olor especial a recuerdos de infancia y a días de verano en los que me pasaba horas y horas en esta misma habitación en la que me encontraba.
Me acordaba de las risas con mi hermano, de los saltos en la cama, de las siestas obligadas a las tres de la tarde, de esos momentos compartidos escuchando música de los años 80 con el viejo tocadiscos, que a saber dónde estaría ahora. De esas tardes calurosas estudiando para los exámenes finales con las ventanas abiertas y el cuerpo totalmente sudado. De aquellas estanterías llenas de apuntes desordenados que para nosotros estaban completamente en su sitio. De las cabañas que nos hacíamos con las sábanas y las mantas, donde jugábamos a ser detectives y aventureros y donde no importaba el tiempo. De las horas y horas que nos pasábamos contemplando los tejados viendo pasar a aquellos gatos que ya eran como de la familia y que nos miraban, cuando nos descubrían, con aquellos ojos oscuros, asustados y llenos de misterio. Y cómo no, me acordaba de aquellas palizas que me daba haciendo mi fisioterapia respiratoria y mis aerosoles.
Y de repente mis recuerdos se vieron interrumpidos por la realidad, por una casa vacía, vieja y oscura donde pasaría mis próximos días debido a una tuberculosis y una puñetera enfermedad que sufría desde los ocho meses de vida.
El pequeño televisor de mi hija, el ordenador portátil, la bicicleta estática, una foto de mi familia, una cama, el ventilador, unos cuantos libros… Poco a poco mi cubículo se iba llenando de lo necesario para vivir y no aburrirme durante todo mi aislamiento. No tenía ni idea de cuánto iba a durar aquello y eso me causaba una extraña sensación de intranquilidad, de vacío.
En principio debería estar contento. Acababa de salir del hospital. De una habitación blanca, fría y cruel, de la cual solamente podía escaparme un ratito por las noches, cuando mis vecinos de planta ya habían terminado sus paseos nocturnos y ya estaban acostados en sus habitaciones. Un recinto aislado del exterior, en el cual solamente podía recibir las visitas de mi familia, las enfermeras de turno y mi querida doctora. Pero mi mente todavía no estaba preparada para esta nueva situación: vivir unas semanas en aquel piso, donde pasé parte de mi niñez con mis padres y mi hermano, solo y sin más compañía que mis dudas, mis miedos y mis inseguridades.
Era como volver al pasado. Como abrir un cajón que lleva años sin abrirse y encontrarte de repente con un montón de fotos olvidadas. Esos odiosos azulejos marrones, esas puertas desgastadas y viejas, mi habitación, con sus persianas metálicas de color verde, el estucado blanco de las paredes, el cuarto de baño amarillo, la lámpara naranja con su forma de pera… y todo ello aderezado con ese olor especial a recuerdos de infancia y a días de verano en los que me pasaba horas y horas en esta misma habitación en la que me encontraba.
Me acordaba de las risas con mi hermano, de los saltos en la cama, de las siestas obligadas a las tres de la tarde, de esos momentos compartidos escuchando música de los años 80 con el viejo tocadiscos, que a saber dónde estaría ahora. De esas tardes calurosas estudiando para los exámenes finales con las ventanas abiertas y el cuerpo totalmente sudado. De aquellas estanterías llenas de apuntes desordenados que para nosotros estaban completamente en su sitio. De las cabañas que nos hacíamos con las sábanas y las mantas, donde jugábamos a ser detectives y aventureros y donde no importaba el tiempo. De las horas y horas que nos pasábamos contemplando los tejados viendo pasar a aquellos gatos que ya eran como de la familia y que nos miraban, cuando nos descubrían, con aquellos ojos oscuros, asustados y llenos de misterio. Y cómo no, me acordaba de aquellas palizas que me daba haciendo mi fisioterapia respiratoria y mis aerosoles.
Y de repente mis recuerdos se vieron interrumpidos por la realidad, por una casa vacía, vieja y oscura donde pasaría mis próximos días debido a una tuberculosis y una puñetera enfermedad que sufría desde los ocho meses de vida.
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